Algunos escritos de la Beata Conchita 

 

REFLEXIÓN DEL 27 DE NOVIEMBRE DE 1926



 

Hoy cumplo veintiún años. Esto quiere decir que la vida corre mucho más aprisa que nosotros creemos; quizá haya transcurrido la mitad, la tercera parte de mi vida…, quizá muera dentro de poco…, y aun cuando viva muchos años, se pasarán con igual rapidez que los anteriores. ¿Qué es una larga vida, comparada con la eternidad? Menos que una gota de agua, comparada con el océano.
Dentro de poco partiré de este mundo y de mi vida no quedará rastro alguno; así como tampoco deja señal de su paso la nave que atraviesa los mares.
Y esta vida tan corta, tan fugaz, me la da Dios, para ganar una eternidad. ¡Desgraciada de mí si la desperdicio! ¡Desdichada de mí si la empleo en otra cosa que no sea amar a Dios!

¡Oh, Dios mío! En tu misericordia infinita me concedes estos años de vida; no sé si me quedarán ya pocos…; lo que sí sé es que me los das para que te ame, te sirva y, mediante esto, gane el cielo; haz que no los desaproveche, que no me entretenga con las cosas de la tierra y, mucho menos, ponga en ellas mi corazón, que mis días no sean vacíos, sino llenos de tu amor y de buenas obras. Y en verdad, Dios mío, ¿para qué quiero yo la vida si no la empleo en amarte? Te ruego que antes de que suceda esto me la quites: si no te voy a amar, si te voy a ofender, envíame la muerte antes: pues es muy desgraciada la vida que no se emplea en tu amor y servicio.

Te agradezco los innumerables beneficios y gracias que me has concedido en el transcurso de estos 21 años, y te ruego me perdones lo mal que he correspondido a ellos. Sí, Dios mío, vergüenza me da, pero es cierto que tú no has cesado de amarme y yo no he cesado de desagradarte.
¿Podías esperar esto de mí? Pero ya, Señor, quiero enmendarme, quiero amarte, quiero conformarme en todo lo que dispongas de mí. Haz que los años que me queden de vida sean sólo para ti.

 

MEDITACIÓN DEL JUEVES SANTO

 

“Estando aún en la mesa y al fin de la cena, tomó Jesús el pan y, dando gracias, lo bendijo y lo partió, diciendo: Tomad y comed, este es mi cuerpo”

Con estas sencillas palabras hace Jesús el milagro más asombroso y maravilloso de toda su vida. En él nos revela el amor y la ternura, la delicadeza infinita de su Corazón.

¿Puede haber amor más grande que el que nos demuestra al instituir la Eucaristía?… Con ser Dios tan poderoso, tan inmenso, tan rico, no puede darnos nada mejor…; ha agotado sus tesoros infinitos para ponerlos a disposición de los hombres. Sí, Jesús en el Santísimo  Sacramento es todo nuestro; se nos da por entero, y no solamente ha querido quedarse en cierto número de iglesias o ciudades, sino en todos los lugares donde haya cristianos, allí desea estar él para ser su vida y fortaleza. Sabía muy bien los desprecios, abandonos, soledades, injurias y sacrilegios que tendría que sufrir en este Sacramento; pero esto no fue bastante para impedir que lo instituyese; su amor supo triunfar de todos los obstáculos.

¿Qué hubiera sido de nosotros en este mundo sin él? ¿A quién hubiéramos recurrido en nuestras penas, flaquezas y tentaciones? ¿Dónde encontrar la fortaleza para perseverar en el camino del cielo? Pero… podemos decir de verdad: Jesús es todo mío en la Sagrada Comunión.

Él es mi vida, mi tesoro, mi amor. Con él todo lo puedo, pues su gracia me conforta. ¿Qué voy a temer, si poseo en el alma a mi Señor Jesucristo?

¡Oh amor! ¡Oh caridad! ¡Que Dios quiera unirse tan estrechamente con una criatura! ¿Podríamos imaginar tanto cariño y amor?

En la Eucaristía, Jesús se multiplica infinitamente, con el fin de darse a todos los hombres. Podría haberse quedado en un solo lugar o en una sola iglesia; pero no, allí donde se encuentren unos pocos cristianos quiere estar en medio de ellos. Para todos vive y por todos se inmola, y, sin embargo, Jesús no es amado; los hombres le abandonan, le ofenden, le desprecian.

Al menos, nosotros, quienes tenemos la dicha de conocerle y recibirlo con tanta frecuencia en nuestro corazón, seámosle fieles, amémosle con todas nuestras fuerzas.

JESÚS Y LOS DISCÍPULOS DE EMAUS

 

Tristes y meditabundos caminaban los Discípulos de Emaús. Iban recordando los sucesos trágicos ocurridos días antes con la muerte del Maestro, cuando un desconocido les salió al encuentro y les preguntó: “¿Por qué vais tan tristes?”…

También yo voy por el camino de la vida triste y con la cruz sobre los hombros. Jesús me ha salido muchas veces al encuentro y me ha preguntado: ¿Por qué estás triste?

Pero yo, como los Discípulos no le he conocido; me faltaba la fe, la confianza en Dios. Mis ojos estaban como deslumbrados por las cosas de la tierra y me impedían ver a Jesús.

¿Cuándo reconocieron los Discípulos que aquél era su Maestro? Cuando le tuvieron dentro de su casa. No le dejaron pasar adelante, sino que le dijeron: “Quédate con nosotros, pues es tarde”.Entonces fue cuando sus ojos se iluminaron y vieron a su Dios.

Del mismo modo yo no he de dejar pasar a Jesús de largo, sino que he de retenerle y le he de dar posada en mi alma. Entonces, teniéndole dentro de mí, mis tinieblas se disiparán.

¡Cuántas veces sale Jesús a mi encuentro con las manos llenas de gracias para depositarlas en mi alma, y yo le he dejado pasar de largo, sin pedírselas ni ocuparme de ellas, y le he vuelto las espaldas como si no lo conociera! ¡Cuánta ingratitud! ¿No merecía que Jesús no se acordase más de mí por haber correspondido tan mal a sus divinas finezas?

¡Oh Jesús mío! Que con tanta paciencia me tratas y que, a pesar de haber correspondido tan mal a tu amor, estás dispuesto a perdonarme de nuevo, no pases de largo, Señor, quédate conmigo, quédate dentro de mi alma, fija tu trono en mi corazón e ilumina mis tinieblas; no me trates como merezco, sino acepta mi hospitalidad, que, aunque no sea digna de tenerte, tú eres misericordioso y compasivo y olvidarás todas mis ingratitudes. Ten compasión de mí. Sal a mi encuentro, Jesús mío, para que podamos caminar los dos juntos.

MEDITACIÓN SOBRE EL TEXTO DE Mt 7, 21

 

No todo aquel que dice: ¡Señor, Señor! es apto para entrar en el reino de los Cielos, sino aquel que cumple la voluntad de mi Padre celestial (Mt 7, 21)

 

¡Qué hermosísimas enseñanzas nos da Jesús en estas cortas palabras! Quiere decirnos que no nos basta creer, ni aún el mucho orar, si en ello no hacemos y buscamos la voluntad de Dios. Para entrar en el reino de los Cielos, no basta eso; es necesario hacer lo que Dios quiere que hagamos y del modo que él quiera.

¿De qué nos serviría el haber hecho grandes cosas y practicado muchas virtudes si en ello nos buscamos a nosotros mismos, nuestros gustos e inclinaciones? ¿Qué provecho sacaremos de haber obrado según nuestra propia voluntad y capricho? ¿Por ventura agradaría a su señor el criado que se empeñase en hacer las cosas como a él le pareciera mejor y no como su amo le mandase? Ciertamente que no; pues del mismo modo nosotros no agradaremos a Dios si no cumplimos su voluntad.

Ahora bien, ¿Cómo conoceremos nosotros esa voluntad?

Primeramente, por los mandamientos. En ellos veremos claramente lo que Dios desea de nosotros. Después, por los acontecimientos de la vida; por la voz de los superiores y por los sucesos de cada día. Todas son señales que tenemos de la voluntad divina. ¡Con cuánto amor debemos cumplirla!

Dios es nuestro Padre, que nos ama con infinita ternura, ¿por qué no descansamos tranquilamente en sus brazos, abandonándonos en su divino beneplácito? Todo lo que nos manda es para nuestro mayor bien y provecho; por consiguiente conformemos nuestra voluntad con la suya, que esa es la mejor prueba de amor que podemos darle. Sea siempre nuestra oración favorita la que Jesús mismo nos ha enseñado: Dios mío, que se haga siempre tu voluntad y no la mía.

Este es el camino más seguro y el atajo más corto para llegar al cielo.

Todo hemos de recibirlo como venido de las manos de Dios, tanto lo próspero como lo adverso, considerando que siempre es para nuestro mayor bien.

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